Fotografía: Dioscórides
EL FIN DE LA GUERRA Y PRIMER DÍA DE LA PAZ EN COLOMBIA
Dioscórides-Universidad
Nacional
Son las once de la mañana y hace
frío. Aunque el cielo sobre la capital está despejado y azul desde el cerro de
Monserrate baja una lluvia ligera que
alegra a los árboles y lustra los ladrillos rojos de la Atenas tenaz. El paisaje
de la capital es el mismo, pero hoy no
es un día cualquiera: lo tan anhelado está a punto de suceder. Verifico que la
cámara esté en mi mochila y salgo
apurado del taller de grabado de la Escuela de Artes Plásticas a tomar un bus que me lleve al
centro de la ciudad. Quiero ver con mis propios ojos y sentir en el cuerpo el momento en que Colombia termine simbólicamente
con más de 50 años de guerra y comience la invención del tiempo de la paz. Esta anunciado que este
mediodía se firmará el cese bilateral del fuego entre el
gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC-EP. Eso será lejos de aquí, sobre una mesa tendida en la isla de Cuba. Este
acontecimiento histórico será un rito
mediático para los colombianos, que los bogotanos podremos ver en pantalla
gigante sobre la carrera séptima con Jiménez, en el sitio exacto donde cayó
baleado en 1948 Jorge Eliecer Gaitán, asesinato que encendió el Bogotazo y
desencadenó la más cruel y sanguinaria violencia partidista, que alimentada por
los señores de la guerra desangra hasta hoy día nuestro país.
Mientras el bus cruza frente al Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, recuerdo mis
años de estudiante en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de
Colombia, cuando arengábamos contra la represión de la bota militar y el imperialismo yanqui. Hacíamos paros y marchas
sin aviso ni permiso, y le metíamos
mucha piedra y cocteles molotov a las protestas. Yo, más imaginador que
guerrero, pertenecía al grupo de teatro,
dirigido por Ricardo Camacho, con quien trabajábamos en incitar
mediante el arte vivo la creación de las empresas comunitarias con el montaje “La
verdadera historia de Milcíades García” cuya consigna, elaborada entre
historias campesinas, era “la tierra
para el que la trabaja”. Al tiempo, en el teatro la Candelaria, Santiago García y un grupo de jóvenes
inventaba colectivamente la vida de Guadalupe Salcedo, líder de
las guerrillas de los Llanos Orientales, con su obra “Guadalupe años sin
cuenta”.
Dentro del campus la agitación
política de izquierda era pan de cada día y se desarrollaba en los
salones, en los auditorios, en la cafetería, en la plaza Che, y sobre los muros donde se pintaban
grandes murales con dibujos y textos en rojo y negro. Afuera, el Taller Cuatro
Rojo estampaba imágenes serigráficas en contra
de la guerra de Vietnam, los grabadores imprimían aguafuertes y xilografías
para denunciar a un Estado que reprimía con dureza al pueblo. Los pintores representaban
metáforas de la violencia, escenas de la recuperación de las tierras por los campesinos e ilustraban
la utopía de la toma del poder por los
estudiantes y los trabajadores usando el realismo socialista. Nos inspiraban las revueltas de mayo del 68
en París, la cercana Cuba libre, el ruido que ardía en Centro América, los
movimientos insurgentes en Latinoamérica, Chile con Salvador Allende. Además, desde el otro lado de la tierra nos llegaban
las imágenes surrealistas de China que nos hacían imaginar su revolución como un
paraíso terrenal.
Éramos una generación de utopías comprometida
a cambiar el país, y con piedra, gritos y pintas, apoyábamos todas las formas de lucha. Entre el
monte y la ciudad ya estaban las
FARC-EP, el EPL y el Ejército Nacional de Liberación ELN. A
estos jóvenes luchadores se les llamaba cariñosamente “los muchachos”. Los sindicalistas agitaban políticamente el
país, con el Movimiento de Autodefensa Obrera ADO, el MIR-Patria libre y el
Partido Revolucionario de los trabajadores PRT. En el campus coexistían a
codazos muchos grupos políticos, “revolucionarios
de todos los pelambres” que todos a una luchaban por alcanzar el mismo objetivo: la toma del poder. Se
destacaban líderes de ideas marxistas-lenilistas, troskistas y maoístas, que
echaban sus discursos en tarimas improvisadas con pupitres o en los auditorios,
usando gestos fuertes y apasionadas palabras. Rumbaba la música protesta, el rock extranjero y nacional, la balada
cubana, los cantos y cantores de Argentina y Chile, la poesía, el nadaísmo, la
yerba y el vino de cerezas.
Pero la represión se vino
encima del país y se ensañó con la
Universidad: no había semestre sin pedrea, detenidos, desalojo, cierre
académico y en el año algún estudiante muerto. Entonces, surge el M19, que se
roba la espada de Bolívar y la esconde entre los libros del poeta Otto de
Greiff; roban también las armas del Cantón Norte y se toman, frente a la UN, la
Embajada Dominicana. Los cuatro grupos de teatro de la Facultad de Artes son clausurados y se cierra indefinidamente la
Universidad y las residencias estudiantiles. Un profesor de teatro y otro de fotografía
son detenidos; varios estudiantes
desaparecen. Otros, siguiendo el ejemplo de Camilo Torres, cogen su
mochila y se van al monte.
Nuestro grupo de teatro
es detenido en plena presentación en una vereda de El Yopal, Casanare, y nos dan un escarmiento tras las rejas. Alfredo Molano, quien es fiel testigo de todas
las luchas, cuenta a su nieta que en la UN “Queríamos bajar a piedra el cielo a la
tierra. Y entonces apareció Camilo… Y desapareció, y lo mataron y siguieron
otras muertes y otras. Muertes de compañeros de cafetería, conocidos que
murieron para que nosotros no muriéramos. Pero muchos lo hicieron con el morral
al hombro y el fusil en las manos. Muchachos tan generosos como los que después
me encontré en las costas del Guayabero, que no les temían ni a la noche oscura
ni a los ríos crecidos. Fue cuando comencé a escribir sobre ellos y sobre su
gente. Escribí deslumbrado, alucinado. No paraba de escribir sobre un país que
no se conocía, y de conocerlo, por supuesto.”
Ante el cierre de la U, yo, que
combinaba el teatro, el dibujo y el grabado, con los estudios esotéricos, decido tomar un exilio voluntario y con una
beca del gobierno Chino, a través de Icetex, viajo a estudiar artes a China, no para estar cerca de la revolución
maoísta sino para ver los dragones imaginados, descubrir la alquimia taoísta y
arrimarme un poco a Buda. Allí vi con sorpresa que el Libro rojo que iluminaba
muchos de nuestros actos estaba archivado, que las estatuas de Mao se estaban
retirando discretamente y sus ideas
eran revisadas por el presidente Deng Xiao Bin, quien había abierto al mundo
las puertas de la Gran Muralla, bajo el lema de “Un país, dos sistemas”. Confucio
estaba condenado al ostracismo y los perseguidos por la Revolución Cultural
estaban regresando del exilio a las academias, entre ellas la de Bellas Artes. Las
utopías se estaban diluyendo o estaban cambiando de color y de forma. Viví monásticamente
en Beijing durante mil días, y asombrado
vi elevarse y convertirse en reales las primeras utopías arquitectónicas. Cuando regresé al país todo había mutado para
mal. “Los muchachos” ya no eran muchachos y estaban en guerra contra los militares
y paramilitares; el narcotráfico estaba de por medio, había penetrado las instituciones democráticas y permeado
la economía y la sociedad civil. Los objetivos de la guerrilla se estaban
desdibujando; los paramilitares y algunas fuerzas del gobierno apuntaron sus
fisiles también contra la población civil y la guerra se degradó hasta la
barbarie. Se disparaba desde todos lados y el que llevaba del bulto era el
pueblo.
Apenas el bus cruza frente a la
puerta del Cementerio Central, veo sentado sobre el dintel a Cronos, viejo calvo
de barbas ensortijadas que sostiene el reloj de arena en una mano y su guadaña
oscura en la otra y me estremezco. En el trascurso de pocas cuadras, pasaron por
mi enredada memoria 44 años, durante los cuales se ha
derramado mucha sangre y la lucha se
convirtió en una carnicería hecha con sevicia y sin control por parte de todos
los combatientes. En esta guerra
intestina no hay hasta ahora vencedores
ni vencidos; pero todos perdemos. Los únicos ganadores son los oscuros señores de
la guerra, que se lucran con el negocio de las armas, de la muerte y del
desplazamiento. Llegó la hora de entender que ya no son válidas todas las
formas de lucha y que el camino de la toma del poder por las armas, que muchos decidieron
o se vieron obligados a transitar, ya no
es plausible. Estamos a una ahora de firmar la finalización de este conflicto fratricida y
todos debemos poner de nuestra parte para avanzar hacia una paz definitiva.
Creo que la participación de los
artistas en este proceso, y especialmente en el tiempo del posconflicto, debe
ser absolutamente creativa y sanadora. “El arte sólo es arte si cura” dice
Jodorowsky. Por eso ahora me dirijo a cumplir con un deber histórico, en
términos personales y como docente de la UN. En mi juventud, con la energía y la “necedad juvenil” que menciona el I Ching,
ayudé desde las tablas y el arte de las imágenes a incitar
la utopía de la toma del poder; hoy, encanecido pero no cansado de soñar
y crear, quiero renovar la lucha con imaginación y poesía por la paz. Armado con un lápiz, el lenguaje del dibujo, la
palabra que cuenta, el grabado que trabaja las huellas, el taichí que sana, es
posible crear nuevas sensibilidades inventar nuevas metáforas, otras miradas e imágenes dirigidas a la construcción de una
paz estable. “Son las utopías revolucionarias,
capitalistas, religiosas o nacionalistas las causantes de todas las guerras. La
verdadera paz no es una utopía, sino al contrario, la ausencia de ellas” señala el pintor y compañero docente de la UN, Víctor Laignelet. El bus me deja en la carrera décima, que
hierve de vendedores ambulantes de cuanta cosa imaginada llega en barco desde
la China. Subo apurado hacia la vía peatonal de la carrera séptima.
Los pasos de todos los transeúntes
de la séptima conducen al cruce de la
Jiménez. Desde lejos se escuchan las arengas. Cuando llego encuentro el sitio repleto de gente de todas las edades. Reverbera el
color, corre la alegría, se gritan
consignas de paz, se levantan letreros en cartón y cartulina; algunos llevan pintas tricolores en la cara o visten camisetas con consignas celebrando
el acuerdo de la Habana o mencionando con foto que son familiares de algún
desaparecido. La multitud agita banderas
tricolores, rojas con la hoz y el martillo, blancas con la imagen prestada del
Bolívar desnudo de Pereira. Todos intentan espantar la muerte y hacen votos por la vida, pero al
tiempo muchos de ellos se suicidan con
humo, pues, “fuman más que chino en quiebra”. Disparo algunas fotos y me muevo.
Sobre la pantalla gigante ya chispean
los pixeles que arman la imagen
de la mesa habanera donde se firmará el acuerdo. El día es un yin yang: por
momentos el cielo despejado deja pasar un sol brillante que pica; luego se viene
desde la montaña una lluvia suave y entonces
se abren paraguas de todos los colores. Anima que la mayoría de los que
llegaron a esta cita con la historia sean
jóvenes y que haya muchas mujeres y
niños. También están los muchachos y
muchachas de la bandera arco iris, los anarcos, los punk, los “rumiantes nativos” con sus tambores y otras tribus urbanas. En sus rostros
se refleja felicidad y esperanza; en los cuerpos se percibe un estremecimiento
contagioso. Los abrazos son fuertes y los besos sinceros. Cada quien grita su
deseo, expresa su anhelo de inventarse la paz. Un grupo de mujeres extiende su
bandera tricolor con un letrero superpuesto que pide la “Paz para todo ser sintiente
en Colombia”. Una exalumna me abraza y se emociona de verme aquí. Poso para su selfie de
teléfono rosado, que con un clik manda inmediatamente nuestras cabezas juntas a
mi muro del inquilinato de Facebook. Yo, que guardo en mi mochila un teléfono
marca flecha, recuerdo con esta tecnología
el viejo reloj de pulsera con TV
que usaba Dick Tracey. Sonrió sin envidia y me muevo entre la gente.
El calor de todos cuerpos
que se juntan amorosamente está atravesado por el frío e invisible espectro electromagnético del wifi: los celulares
en las manos de todos tiran y reciben mensajes, hacen fotos de otros y
especialmente sus selfies. Algunas tabletas,
cámaras de fotografía y video, compiten con las máquinas de los reporteros de medios locales y extranjeros,
que instalaron trípodes sobre los techos de los puestos de dulces para tomar las
imágenes panorámicas, y a ras de piso entre la gente, para hacer entrevistas a boca de jarro. Allí habla la
señora, opina el hombre de sombrero y el
de corbatín, responde el joven de barba negra, cuenta emocionada la niña de
pelo morado y corte punketo; todos se manifiestan esperanzados y confiesan espontáneamente
su fe en el cese al fuego.
Igual que yo, sabemos
poco o nada de los acuerdos pero todos nos aunamos aquí para apoyar el silencio de los fusiles. Una señora
embarazada dice: “Me siento muy feliz con la
firma de los acuerdos en la Habana. No son perfectos. No resuelven la
totalidad, tal vez ni siquiera la mitad de los problemas de este país, pero
pensar que mi hija tenga la posibilidad de nacer y crecer en un país con menos
violencia, menos balas y con más esperanza de paz, hacen que para mí y para mi
familia valgan la pena. ¡Ya casi llegas
hija y un mejor país te espera!”. Sonríe y frota amorosamente su panza de ombligo brotado.
La paz, dice un hombre con pinta de
intelectual, “no está a la vuelta de la esquina; los acuerdos plantean muchos interrogantes y la propuesta duros desafíos,
pero no por ello debemos descartarla sino hacer esfuerzos para implementarla”. Es verdad,
la paz no va a ser alegre y fácil, demorará meses y tendrá sus aplazamientos. Como dice el letrero que tiene colgado el paisa Teodoro en
su tienda: “Hoy no fio, mañana sí”. Alguien, no se sabe
desde dónde, grita: “La paz está herida”. Y un hombre de barba, que
lleva boina ladeada y agita una bandera del M19, dice duro para que lo
escuchemos todos: “No es la paz la que está herida; es la guerra”. Y levantando
el índice agrega, “Este acuerdo es un inmenso
paso en el camino de la paz, pero la guerra es animal grande y duro de
matar. Hoy se le da en la nuca al putosaurio,
pero mañana ¡Seguramente nos asustaremos con el cuero! De eso, ya
estamos advertidos por Augusto Monterroso,
quien cuenta que: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.” Algunos
entienden la cita del cuento más corto de la literatura y sonríen; pero los más
jóvenes recuerdan mejor el conocido “meme”
con la imagen de Steven Spielberg posando junto un triceratops que
acaba de asesinar. Vale.
Las arengas se mezclan con la trasmisión
televisada del canal institucional, que muestra la llegada a la mesa de los
presidentes amigos del tratado. La mayoría
aplaude y agitan consignas cuando ven llegar a la presidente de Chile,
Michelle Bachelet, al presidente de
Venezuela, Nicolás Maduro, y al comandante “Timochenko”. Pero se eleva una rechifla general con hijueputasos y gritos de asesino para el
presidente de México Enrique Peña Nieto. Cuando el presidente Juan Manuel
Santos cruza en camisa la pantalla, la
gente no muestra mayor emoción. Es natural,
ayer mismo amenazó con subir los impuestos si la guerra continuaba. El temor es arma de doble filo contra un pueblo
que recela.
El sol del mediodía cae vertical
sobre sombrillas y banderas. Entonces suena el Himno Nacional de Colombia y
todos los presentes enderezamos la espalda y sin pena inhalamos y le hacemos
coro al canto. La trasmisión, que falla con frecuencia, enmudece y congela la
imagen, pero igual todos seguimos cantando a capela, enfatizando que cesó la
horrible noche. Cuando la señal regresa toca devolverse para cogerle el ritmo a
la estrofa y completar la imagen, que desde la isla llega muy lenta y parece a
veces una colcha de retazos. Todos estamos desfasados por el afán que tenemos de que finalmente se
firme el fin de la guerra. Aunque
todavía hay desconfianza y cautela entre los que estamos aquí. “Yo prefiero la ilusión de la paz a la certeza
de la guerra” dice Marcela Pilla. Ya los expertos en tratados señalan que, con
base en lo sucedido en los tratados de
paz de Sudáfrica, Ruanda, Irlanda y El Salvador, tendremos que aprender y
practicar la compasión, la tolerancia,
el perdón, y, como dicen en sentido
figurado, a tragarnos horribles sapos.
Esto a pesar de que Juan
Carlos Henao, rector de la Universidad Externado y uno de los asesores
jurídicos del Gobierno, dice que este es
el acuerdo de paz más completo que se haya propuesto hasta ahora en el mundo.
Me muevo en círculo hacia el sur.
Tengo
que estar cambiando constantemente de lugar entre el público, pues donde quiera
que me detengo me soplan por la espalda o en la cara una nube de humo de
cigarrillo, y como no fumo prefiero aire limpio y los rabos de nube. Mi padre, que se salvó y nos libró de la
violencia de “los pájaros” lo mató el pucho del Pielroja. Una mujer, y después un hombre que tampoco alcanzo a
identificar, leen en pantalla el
contenido de los acuerdos del cese al
fuego, la dejación de armas, las zonas de verificación internacional, la reparación de las víctimas del conflicto, la
justicia restaurativa, la refrendación del tratado… Imagino, porque entre la
algarabía y los gritos no se escucha del
todo bien.
Entonces,
estallan aplausos y algunas bombas de helio. El animador del sitio pide que
estas bombas festivas sean las últimas que estallen en el país a partir de hoy.
El secretario de la ONU, Ban Ki-moon, inicia su discurso en español; después, la voz fuerte y vibrante de
Raúl Castro golpea las vidrieras de la séptima, y la voz pausada de “Timochenko” masajea las
vísceras de la masa. Desde mi sitio, las
imágenes que llegan desde la Habana se ven cortadas entre los
paraguas, las bombas de colores, y las banderas que se agitan al viento. Y se
ven rayadas con la lluvia de confeti que arrojan, picadillo de colores que se anida en los pelos
crespos de las muchachas y en mi barba. Las voces que saltan desde la pantalla se confunden
con los gritos de las consignas, caen
entre las parejas que se abrazan, se cruzan con el perro que pasa, chocan con las bicicletas que piden vía. Y se enredan con
el grito repetido y chillón de los vendedores ambulantes que ofrecen: paraguas, sombreros, la gafa
oscura, banderas tricolores con escudo, periódicos; dulces, maní, chontaduro,
manzanas, aguacates, agua, venenos con azúcar, paletas, cigarrillos, pitos y
vuvuzelas.
En los rostros hay
emoción contenida y cierto miedo. La invención de la paz, que tiene tantos
enemigos declarados y agazapados también
asusta por lo incierta. Aquí nadie conoce tiempos de paz; ni los que hacen la guerra ni
quienes la padecemos. Y es que en nuestra historia nacional no hemos tenido una sola guerra sino ocho, como bien
las enumera el periodista Sergio Ocampo Madrid. Veo aquí caras curtidas de
hombres y mujeres que reflejan esa tribulación. En el campo ha habido, desde que uno recuerda,
la más horrible violencia partidista, las más crueles masacres y
desplazamientos, terribles campos de detención, campos minados, horrorosos
cambuches para los secuestrados. Niños y niñas obligados a disparar, mujeres
vejadas, poblados borrados por el plomo paramilitar, las bombas del cilindro guerrillero
y del avión militar; toda la piel social
despedazada.
En la memoria romántica,
mientras las niñas encerradas jugaban
con muñecas, los niños crecimos en la calle echando bala con palitos o con
pistolas de agua, jugando a ser policía
y ladrones; otros tuvieron soldaditos de plomo. Después, crecimos y el plomo de
distintas marcas se nos vino encima, particularmente a los habitantes del campo.
Jugábamos a la guerra, después la
vivimos, y hoy por desgracia la
aceptamos como un espectáculo cotidiano,
anestesiados por el bombardeo de imágenes de la televisión. Todos, aun los que
no han escuchado la bomba o el disparo cerca, tenemos el ojo dañado y el
espíritu roto por las balas. Por eso hemos asumido el humor negro de llamarnos el “país del sangrado corazón”. Aquí los familiares de los desaparecidos caminan como
zombis de un lado para otro, llevando en
las manos una cartulina con sus nombres y sus fotos en blanco y negro, buscándolos
vivos o muertos. Mientras tanto, las
madres de todos bordan las imágenes de sus
maridos e hijos, con paciencia y nobleza, dando cada puntada en la tela como
ejercicio de perdón, pero no de olvido,
y pidiendo justicia y reparación.
Mi
abuela, que era igualita a esas indias apaches que aparecían en las películas
gringas, nostalgiaba la cocina de su
casa campesina y una fonda para arrieros que tenía antes de la violencia, y contaba los horrores y sufrimientos padecidos
durante de La guerra de los mil días; después, las persecuciones de los
“pájaros” y las masacres desatadas a raíz del
asesinato de Gaitán. Ella no alcanzó a
olvidar esas heridas del corazón, cuando empató con el tiempo de esta siniestra violencia que heredamos. También
Carlos Zatizabal, profesor de teatro en la UN, narra la violencia que le tocó padecer a su abuelo y reflexiona
en su memoria: “Nuestro desafío como artistas es
contribuir a construir la memoria poética de este conflicto, la épica vivida por
los que han padecido el horror y por quienes
han hecho la guerra. Debemos tejerla todos juntos, con todas las voces y todos
los lenguajes. Una memoria que desate el
nudo ciego de la guerra, que desarraigue de las mentes y los corazones el
odio sembrado, los deseos de venganza, la profunda mutación cultural que se ha
producido por tantos años de violencia del lenguaje y de vivo terror. Es
necesario contarnos estas historias de horror vivido, para transformarlas en
relatos y en poesía compartida. Porque ya sabemos que un pueblo -o alguien- que
no conoce su historia está condenado a repetirla... Y la poesía -en todas las
voces y todos los lenguajes- es la memoria que pervive, el juego que transmuta el
dolor y el horror en canto, en fuerza para perseverar en la existencia, en los
goces de la vida, en los misterios de la muerte...”
Las
carpetas rojas del tratado se abren para la firma que consolida el acuerdo de
paz entre el gobierno de Colombia y las FARC-EP. Firman primero Humberto de la
Calle e Iván Márquez, jefes de las delegaciones de paz de las partes. Después
pasan a las manos de los representantes de los países garantes, Cuba y Noruega,
y de los presidentes Nicolás Maduro de Venezuela y Michelle Bachelet de Chile. Esto
ya no tiene reversa. La emoción crece en
esta calle; hay gritos, aplausos, y resbalan
de lágrimas sobre las mejillas cuando el
presidente Juan Manuel Santos y el jefe del Estado Mayor de las FARC-EP,
Timoleón Jiménez, toman las respectivas carpetas con los acuerdos ya
firmados y se acercan tendiéndose las manos. Raúl Castro entra al medio, une las manos de
los dos dirigentes y las congela para la foto mundial. No se fuma allí la pipa de paz, pero el apretón de manos sella
el compromiso para siempre. Inhalo
profundo y pasó saliva pues tengo una especie de patacón en la garganta.
Disparo varias fotos y me muevo, nervioso como todos.
Alcancé
a ver que para firmar se usaron sencillos bolígrafos de plástico azul; alguno
firmó con su viejo Parker y otro con un
simple Bic. El “balígrafo”, un esfero fabricado con un cartucho de fusil que se
llevó para la ocasión, fue entregado por
el presidente Juan Manuel Santos a “Timochenko” a quien el mandatario de los
colombianos le señaló
y leyó el texto escrito en su lomo: “Las balas escribieron nuestro pasado. La
educación, nuestro futuro.” El jefe guerrillero le agradeció y lo guardó en el bolsillo del pecho de su
guayabera blanca. En la mesa de la Habana,
en esta calle lluviosa del centro de
la capital, y en otras ciudades del país y del exterior, se multiplicaron los abrazos y los besos de
solidaridad y de esperanza. Todos tienen los ojos llorosos y un estremecimiento
recorre el cuerpo colectivo. Hay reflexión, pues cada quien lleva dentro su rollo, su video, recuerda la
herida, conoce su palpito y sabe de su cicatriz. Rumi dice que “la cicatriz es el lugar por
donde entra la luz.”
¡Juepucha,
que emoción! Grita una muchacha a mi
lado y me abraza. Yo la rodeo y siento que tiene espíritu de pajarita. La esperanza de todos es que a partir de hoy se silencien
definitivamente los kalashnikov, que se empiecen
a desenterrar las minas quiebra patas, se destruyan los misiles, se fundan los rifles, que los machetes solo
se afilen para el trabajo del campo, y que sean los niños los primeros en regresar de esta guerra. Pasa
un joven llevando una bandera negra con un logo desteñido e incierto; en su
camiseta también negra tiene estampada la foto y una frase de Bob Dylan: "Cuando no tenés nada, no tenés nada que perder.” Me
muevo al oeste y me instalo bajo la pantalla gigante para ver a la gente de frente. Los rostros elevados con los ojos brillantes
y abiertos miran a la pantalla como si
se tratara de una ventana hacia una aparición divina. Es que todavía no se la
creen. El rito de paso entre guerreros continúa. Se elevan los brazos de todos,
vuelan claveles blancos y más vivas. Entonces me resuena en la memoria la voz
de ella: “Todas las voces, todas, todas las manos, todas, toda la sangre puede, ser canción en el viento. ¡Canta conmigo, canta, hermano americano, libera tu esperanza con un grito en la voz!”
El profesor José Jairo Giraldo Gallo, de la Facultad
de Ciencias de la UN, escribe en “wasap”: “Se inicia un proceso que puede ser
más largo que la guerra misma: la construcción
de la verdadera paz. La pregunta es: ¿Qué puedo aportar como
ciudadano, no solo al fin de la guerra sino al inicio de la verdadera
paz? Mi interés no es dar respuesta a una pregunta con muchas
alternativas de respuesta. Mi propósito es llamar la atención, porque hoy
debería empezar para todos los colombianos y en particular para quienes mayor
responsabilidad tenemos desde la educación, a todos los niveles, una nueva
etapa precedida de una seria reflexión sobre el papel que nos corresponde jugar. No
olvidemos que detrás de las fuerzas oscuras que le apuestan a la guerra están
las "bandas criminales" y otros grupos armados, algunos de ellos
también ideológicamente. Y que los diálogos con el ELN están todavía en
"veremos". ¿Cuál
es el papel de la educación y de la pedagogía en el proceso de paz que se
inicia? Creo
que todas las disciplinas y profesiones podemos y debemos hacer el aporte que
nos corresponde en este momento histórico.”
En este sentido, y tras el anuncio del gobierno de que el acuerdo
final de paz se sellaría en Colombia, el rector de la Universidad Nacional,
Ignacio Mantilla, propuso que este acto histórico se realice aquí, “en el
corazón de la universidad pública, para que simbolice el giro que todos debemos
dar: dejar de lado la mentalidad de guerra, para darle apertura a la educación
de calidad que construirá los cimientos de una Colombia prospera y en paz.” Estoy
de acuerdo con esta propuesta pues creo que es la Alma Mater quien debe liderar este propósito, y seguramente
el cuerpo docente estará dispuesto para meter el hombro desde su disciplina, como educadores y como parte de la sociedad
civil.
“En vez de combates prefiero chocolates”, canta
con su voz dulce Andrea Echeverry.
¡Queremos una paz bien rechimba, rechimba, rrarrarra! Grita una rapera a mi
lado. Yo me
quedo mirando la cúpula de la iglesia cercana donde descansan algunas palomas y escruto el cielo azul del solsticio para intentar descubrir algún augurio. Nada. Esta
noche debo consultar el oráculo de los cambios, que es la única forma de
hablar con los dioses ya que ellos viven
muy ocupados. Entonces, escucho de nuevo en mi cabeza la voz de Mercedes Sosa:
“Cantando al sol, como la
cigarra, después de un año bajo la tierra, igual que sobreviviente, que vuelve de la guerra. Tantas veces me borraron, tantas desaparecí, a mi propio entierro fui, solo y llorando. Hice un nudo del pañuelo, pero me olvidé después que no era la única vez y seguí cantando. Cantando al sol, como la
cigarra...”
Desde la Habana se conjuran los
delirios, la pesadilla de la guerra, pero aquí la siembra
del árbol de la paz apenas comienza y
será necesario cultivarlo con amor, pues
son muchos los que lo odian y sienten rabia al ver que el
negocio de la guerra se les escapa de
sus manos ensangrentadas. Jota Mario Arbeláez, quien señala que el nadaísmo
aportó su cuota en este tratado ya que
el doctor Humberto de la Calle Lombana fue nadaísta en su juventud, dice que “La paz,
como el amor, no se hace sola, a cada uno le corresponde poner de su parte.
Ponga lo suyo.” Ambos, en distintas trincheras, siguen fieles al espíritu del profeta
Gonzalo Arango quien dijo: “Mi vanidad
es sombra de fantasma, carece de importancia nacional. La fortuna que dejó la
larga lucha a muerte con la nada es el silencio, la humildad; mi bolsa de
valores llena de vacío, pero también de amor a los valores de la vida… Y ser
nadaísta es también negar el Nadaísmo si ya no sirve a los poderes de la vida y
el arte.”
¡Oh mi país! Grita Lilian Salazar, la colibrí de
Pereira, desde la dimensión de los idos, cuando canta desde el corazón el
bambuco del maestro Guillermo Calderón “¡Oh, mi
país! algo que llevas dentro, que hace morir a fuego lento, cuando vuela en
pedazos cada ciudad, cuando el veneno blanco se va esparciendo, cuando en tu
nombre reina la impunidad, cuando tus hijos van desapareciendo, como duele ¡Oh
mi país! ¡Oh mi país! pero algo en ti más fuerte, ha de crecer para tu suerte,
es el cantar de la rosa del café, es el petróleo que hierve entre tus venas, es
tu gente que no quiere más morir, es un clamor y un grito es Colombia entera.
Es un canto de selva rugiente y plena, que no se deja, que no se deja cuando la
vida hay que defenderla, es sonrisa de niño, ciudad vereda, sudor de hombre,
mujer que espera, mi patria toda es Colombia entera.”
La paz es una ilusión
política y un símbolo para la vida y la felicidad, pero debe surgir del compromiso
de apaciguar los odios y hacer florecer los corazones; desde el centro
del pecho debe nacer la reconciliación y la flor de los afectos. Se necesitará mucho amor, voluntad, solidaridad y optimismo para lograr
dar el próximo paso que es la
refrendación en las urnas de los acuerdos. Una bella mujer, con la cabeza rapada, se acerca me regala una sonrisa y un clavel.
El celador de un almacén pega su
radio transistor a la oreja para escuchar mejor lo que trasmiten. Un payaso
llama a los transeúntes a pasar a un restaurante para degustar el “almuerzo ejecutivo” con tajada de
maduro, el ajiaco con alcaparras o la carne asada con yuca. La vecina venta de hamburguesas
está a reventar de clientes jóvenes. El vendedor de aguacates los brilla con un
trapo y promociona dos por el precio de uno. En el almacén contiguo, una señora
se mide unos zapatos rojos de tacón. En la librería lateral varias personas
ojean libros y revistas. Las mujeres que
venden lotería vigilan su mercancía de ilusiones, cuyos quintos están
pegados sobre tablas contra las paredes.
Un joven dibujante callejero intenta convencer a una muchacha para que se deje
hacer un retrato a lápiz carbón; recostados
al andén tiene unos cartones con dibujos de Shakira, el hijo de Vicente
Fernández, García Márquez y Frida Kalo. El
olor de la carne asada flota. La paz da hambre, la esperanza bosteza; algunos se
marchan pero a la vez llega más gente ansiosa, ilusionada, expectante. Los oficinistas,
que disfrutan su descanso del almuerzo, se detienen para ver el acto mientras chupan
la crema de un cono o saborean un
bombombum de lulo. Me resulta extraño que no haya un solo policía a la redonda,
ni se vea la acostumbrada fila de hombres acorazados con escudos del ESMAD.
Alguien comenta que se deben iniciar de
inmediato diálogos con las Entidades Prestadoras de Salud, la odiadas EPS, que son las que más muertos ponen en el
país; lo aplauden. ¡Que cese el fuego también el ELN¡ grita un grupo de
mujeres. ¡Guerra a las bandas criminales! grita un hombre maduro con vos
herida.
Cuando empieza a hablar el
presidente Juan Manuel Santos, me marcho hacia la Plaza de Bolívar para ver que
está sucediendo. Al amanecer escuché en
la radio que la alcaldía colocaría allí pantallas
y actuarían algunos cantantes. Hace exactamente diez y seis días, vine hasta aquí,
horas antes del amanecer, para
participar junto a otros seis mil cuerpos desnudos en las fotografías de Tunik. Para mí, se trataba de un performance
artístico y una experiencia para el
cuerpo real y el imaginado. No podía pues fallar, vestido de blanco, a esta cita con la
paz, que a pesar de suceder aquí como un rito en streaming, parte en dos la historia
del país, y es una prueba para la consciencia y el espíritu. Me muevo entre
las palomas que picotean el maíz pira que les arrojan los fotógrafos.
El escenario móvil y la pantalla están
colocados sobre la Plaza, al frente de la Catedral primada, pero poca gente está detenida escuchando. Queda
difícil en este espacio abierto y luminoso ver la imagen borrosa del presidente de la República, que está dando la largada a la marcha para la construcción de la paz. En primera fila hay
un grupo ordenado de personas, vestidos con chalecos de dril y logo verde del
INSOR, que los identifica como sordomudos; todos atienden al lenguaje de señas que hace una bella mujer instalada
bajo la pantalla; el escenario electrónico y
los hermosos gestos de la traductora configuran un verdadero performance
del arte, que resignifica la mirada sobre la comunicación política.
Algunos jóvenes circulan recolectando firmas contra la paz. En el centro de la Plaza
hay gente sentada y recostada contra el pedestal del Libertados Simón Bolívar,
que sostiene unas palomas sobre su cabeza y en los hombros. Entre el público, hay un personaje singular,
un artista de la calle, que camina entre la gente con su pinta de chaleco
rotulado como “periodismo móvil”; lleva gafas oscuras y sus manos llenas de anillos
ennegrecidos; tiene voz de locutor y simpatía; con su caja de dientes tiene un
aspecto de Pepe Cortisona. Funge bien
de periodista y hace entrevistas llevando al hombro una caja de cartón
acondicionada con un espejo, a manera de filmadora, donde el entrevistado se
refleja; unas cajas alargadas amarradas
con cauchos hacen de micrófono. Un
periodista le sigue el juego a este “colega”
y el hombre responde con claridad y muestra fotos recortadas de revistas: Natalia
Paris, Carlos Vives y Amparo Grisales, a quienes asegura que ya entrevistó. Este hombre no lo sabe, menos mal,
pero su juego es un verdadero performance surrealista, y si entramos en su espejo es una acción
profundamente crítica. Cuando el presidente Juan Manuel Santos termina su
discurso, hay tímidos aplausos, que son ahogados por el grito de un hombre que en
ese preciso momento arranca a correr por la plaza, espantando mil palomas, que vuelan en círculo sobre la plaza gris y húmeda. Ojalá este
círculo de vuelo sea un buen augurio para el país. Disparo fotos y me abro para que pasen los sordomudos que corren huyendo de una llovizna,
que desaparece tan repentinamente como
llegó.
Regreso caminando a la Jiménez
entre jóvenes, turistas y ciclistas. Una fiesta improvisada está empezando al pie de la pantalla. Suena la cumbia y todos bailaban para celebrar este
primer día de la paz: “Cantando, cantando yo viviré, Colombia tierra querida”.
Tomo fotos de jóvenes de ambos sexos quienes, con sonrisas optimistas empiezan a tirarle rumba a esta paz que ya está sembraba en el corazón de todos. Un
grupo de mujeres puso sobre el piso las
fotos amarillentas de sus familiares
desaparecidos, sobre un pendón que reza: “Homenaje a las madres y a las víctimas de la desaparición forzada. En
el centro de las “cincuenta” fotos está el rostro y nombre de Nidia Erika
Bautista, militante del M19, víctima de desaparición forzada hace ya 27 hace
años. Sobre mi cabeza se extiende una
bandera muy ancha que nos cobija a todos
pues debe tener unos cien metros de larga; la tela tricolor está llena de
mensajes escritos a mano, nombres, historias
y fechas de los desaparecidos. También hay una tela blanca muy larga, tirada
sobre la calle a lo largo del andén, donde los asistentes escriben sus mensajes y
dibujan palomas.
Me arrodillo y con un marcador azul
escribo el texto de la cita mediática que me trajo aquí, un “meme” puesto en
Facebook por la teatrera de la Candelaria, Patricia Ariza, desde la Habana: ¡Ni
un tiro más!, artistas por la paz¨. Un devoto de Krisna, envuelto en su bata color
salmón, me acompaña y dibuja el mantra OM. A mi lado, instala su bicicleta un
hombre viejo y curtido por el camino de la vida. Su “burra” trochera está
engallada y llena de letreros; desde el galápago, adornado con bandera cubana
en hojalata, sale un tubo con una
bandera de Cuba; es un personaje extraño, de chaleco rojo, barba blanca bien peluqueada y boina azul, que como el
entrevistador de la Plaza, debe cargar a su espalda y en el corazón una
historia de película. Este personaje, que parece deambular con un propósito poético, lleva en su manubrio un
gran letrero en cartulina con paloma dibujada que reza: “Tu odio nunca será
mejor que la paz. Que nuestras armas sean las ideas”.
No he visto
más de seis caras conocidas entre la multitud: Víctor Viviezcas, profesor de
Artes Vivas en la UN, la sonriente y bella Carmen cronopia dueña del café
Nicanor, Leoncio Rincón que filma todo, un arquitecto cuyo nombre olvido, Ana
María Herrera, la bailarina con quien coincidí desnudo en la cita con
Tunik, y dos bellas alumnas con tatuajes
de colores. Pero en estos momentos de
alegría todos los que nos miramos a los ojos parecemos reconocernos como
amigos: sonreímos dichosos pues nos ha caído encima la epifanía de la paz.
Mientras intento salir del nudo de la celebración, choco con Andrómeda, una
niña que además tiene apellido de vía láctea y que lleva en su rostro y cuello
una constelación de lunares. Le disparo una foto a ella y a su acompañante y me
despiden con abrazos y sonrisas. Un abuelo, que sostiene un cartel reclamando justicia
y reparación, me confunde con un periodista por las notas que tomo; entonces se me acerca y me dice con tono pedagógico y
rabioso: "Escriba usted: Colombia patria santa, bendita y sagrada; pero
maldita y desgraciada gracias a quienes la gobiernan y dirigen". Me lo
repite tres veces para que no lo olvide. Lo anoto enseguida en mi hoja de notas,
que está convertida en un dibujo porque las gotas de lluvia diluyeron las palabras de tinta transformándolas en un
oráculo de sombras, de extraños animales. Me despido y dejo el clavel en sus manos.
Ahora hay un
cantante en la pantalla; bajo ella, Hollman Morris da una entrevista para
Telesur. Contra la pared que sostiene las placas de piedra conmemorativas de la caída en este sitio de
Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de Abril de 1948, hay una rueda de icopor que
sostiene un ramo de rosas ya marchitas hace tiempo. Allí, un hombre de edad se
hace tomar una foto con un ramo de claveles blancos en la mano, mientras unos jóvenes se inventan una entrevista. Abandono
el lugar y camino rumbo al norte por la séptima
peatonal hasta llegar al parque Santander. Las estatuas humanas, vestidas de
robots o pintadas de color plata, hacen piruetas
para impresionar a los niños que les
echan monedas en sus tarros de lata. La lluvia ha cesado, el sol brilla
prometiendo un caluroso primer día de paz en la sabana. Bajo por la calle 16,
la vía de los libreros piratas, cruzo frente al Café St. Moritz, del cual sale humo
y un vaho amargo, y entro a un restaurante italiano cuyo cartel callejero anuncia con tiza una sopa de verduras y una tajada de merluza con
zanahoria y habichuelas; me dieron también tiramisú. Salgo y bajo hacia el
mercado vespertino de las pulgas de la décima. Cotizo y me hacen sonar una campana de hierro, recién fundida y
oxidada con orines, cuyo cuerpo tiene un
relieve de borlas y laureles rodeando la fecha de 1810; su sonido es ronco y
oscuro. En otras épocas, la campana era
la voz de los sucesos. Recuerdo que en la edad media, a la colada hirviente del
bronce destinada a la campana le arrojaban una doncella para que su
sangre virgen le diera brillo y timbre luminoso. Dejo el hierro en el piso; y pensando en la
escenografía para algún performance, compro
un cuero de conejo de color caramelo. Es media tarde; subo a un bus que toma la ruta hacia la Universidad.
La hermosa negra, yoga-performer venezolana Adriana Rondón- Rivero, también me escribió
desde USA, anunciando que “para celebrar la paz con ustedes, que también es la
nuestra, sus mercedes queridas, estoy bailando la cumbia en Denver”. Echo agua
hirviendo sobre las arrugadas hojas de té de la
montaña verde y bebo lentamente sorbos de paisaje chino. Tengo también un mensaje de mi amiga, la pintora venezolana Consuelo Méndez, quien
cuida en su casa de Caracas su altar con imágenes de bulto de santos y de orichas; ella envía las palabras de la poeta Milena Rodríguez Gutiérrez, que me parecen oportunas para ilustrar lo que imagino es esa
angustia incierta que tienen las
guerreras, en la ciudad o en el monte, cuando se enfrentan a la realidad vacía de este acuerdo político: “A mí déjenme sola en mi jaula: voy a sentarme, a
morder mi corazón despacio, bien despacio, para no tener nunca, que volver a salir de cacería”.
Un amigo usa las
palabras de una carta-testamento de Orlando Fals Borda, que dibujan la desazón, la angustia y la esperanza
vividas y sentidas en Colombia: “Por eso mis colegas y amigos, esta es mi mayor
frustración como sociólogo y como ser humano. Pasé toda mi vida en guerras
múltiples, a veces deformadas, o sufriendo sus trágicas consecuencias, tratando
de entenderlas y explicarlas, combatiendo el belicismo, con ideas, propuestas y
algo de malicia indígena”. (…) “El esfuerzo de reconstruir nuestra sociedad y
el ethos de tolerancia y paz queda ahora en las manos y en los corazones de las
nuevas generaciones, que veo más aptas, liberadas, informadas e imaginativas
que la mía. Las guerras, la intolerancia, la estulticia gobernante deben
terminar en esas buenas manos.” En contraste, la poeta de la selva, María Cecilia Sánchez, echa
por hoy sus convicciones políticas en un
cajón, y considera oportuno elevar en silencio una meditación budista llamada
“las cuatro moradas de Brahma” o los
cuatro deseos inconmensurables: “Que todos los seres sean felices, que todos los seres se liberen del sufrimiento, que nadie sea desposeído de su felicidad, que todos los seres logren ecuanimidad, libres de odio y
de apego”.
Matador, el caricaturista de Pereira, publica un dibujo donde aparece una paloma de
la paz, que lee con lágrima de cocodrilo tres líneas de Gabriel García Márquez adaptadas por él para la firma
del acuerdo: “Y todo lo escrito en los acuerdos de paz era irrepetible desde
siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cincuenta años de
guerra tendrían una segunda oportunidad
sobre la tierra.” El caricaturista debió sacar la cita, sino estoy mal, del
momento en que Aureliano Babilonio intenta
descifrar los pergaminos, que preveían “que la ciudad de los
espejos sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres”.
El profesor Gabriel Restrepo, desde
su retiro de ermitaño en Arauquita, zona que
acaba de ser declarada en Cuba como
jurisdicción de paz destinada a recibir un contingente guerrillero, observa
los augurios celestes y describe su visión: “Por
el portal de Stonehenge entró la luz de una primera promesa de paz: bendita
conjunción. Los númenes sostengan esas frágiles columnas. Y ahora que
comenzarán a callar las bocas de los fusiles, que hablen las lenguas; y que
como en el verso de Hölderlin, ahora que somos un solo diálogo, nos escuchemos
los unos a los otros; y que se empiece a reconocer que las violencias de los
montes anidan en la llaneza de los andenes y en los resquicios de academias,
burocracias, familias, instituciones. Y que entonces se admita que los
desaparecidos y los desplazados son en metáfora cien veces más que los contados
por efectos físicos; y que las violencias de las almas son inenarrables, pues
los acuerdos de paz no han rozado siquiera la condición rocosa de nuestras
pasiones tristes, soberbias, envidiosas e iracundas”. A propósito, Julio
Cortázar dice que “las reflexiones sobre el surgir de un nuevo estado llevaron
a Thomas Mann a señalar que: Las cosas estarían mejor si Marx hubiera leído a
Holderlin.
Sorbo lentamente
el agua de montaña, y pienso en ese círculo
de piedras que el sol atraviesa en todos
los solsticios para marcar el punto amarillo de las cosechas, ese que incita a los hombres a la locura de los
ritos paganos de retorno a la
naturaleza; e imagino la vida en verso que inventó Hölderlin durante su locura solitaria en la torre de Tubinga: “El hombre cuando ama es un sol que todo lo ve y
todo lo transfigura”.
Lau lao, consigna su observación de la Plaza, donde la creí
ver cruzar fugazmente, quizás desnuda y sería o talvez vestida y sonriente:
“Hoy he visto a la gente criticar lo que pasa, he visto una plaza de Bolívar
vacía y a la vez llena de indiferencia. Vi gente decir que esa paz no existe,
escuché decir que era mentira, que ahora estamos en manos de la guerrilla, y
hasta me ofrecieron firmar en contra de la paz y a favor de una resistencia
civil amparada en el odio y el rencor. Y entonces de nuevo el temor. Porque el
que esté o no de acuerdo con un proceso de paz no me hace “santista” ni “uribista”;
nada más lejos de eso. No quiero que la
ignorancia y la desinformación sigan siendo el pan nuestro de cada día. No
quiero vivir más en un país así.” Diana Uribe, monta en el inquilinato de la red un video didáctico con su voz de profesora de historia
y dibujitos de cartulina, para hacer un llamado a todos: “No más odio ni
venganza. Liberemos a las personas que no han nacido de una violencia que no
les corresponde. Entonces… desde esta Colombia
sufrida y amada: ¡Dejemos de matarnos. com!”.
Cae el sol detrás de los cerros
de Mosquera y la ciudad se tiñe por un momento de ese luminoso color azafrán ya
registrado en las postales. Se acaba el día del Solsticio y llega la misteriosa noche en que se prolongan los ritos de San Juan. “Es tiempo para entrar en el mar, confiando en que sus
aguas saladas, purificarán y darán paz
interior y alegría a los corazones”. Es hora de encender el fuego del verano en
las praderas para despertar la pasión y los buenos propósitos en el cuerpo y el
espíritu. Dicen nuestros chamanes que es
el momento para mambear y usar la
palabra bonita en el arte de
cantar-contar-enseñar para no olvidar de dónde venimos, qué tierra nos acoge, reconocer
a la madre naturaleza que nos cobija y a
los espíritus que nos protegen; es
momento de escuchar qué aconsejan los antepasados, que dice la voz ronca y roja
de las piedras talladas y pintadas. En ese sentido,
el amigo Keshava Lievano, el conocido “Chef Guevara”, hace una pausa en su
cocina temática para enviar un “meme” con las palabras de María Montessori para los que
vivimos fuera de la selva: “Todo el mundo habla de paz, pero nadie educa para
la paz, la gente educa para la competencia y este es el principio de cualquier
guerra. Cuando eduquemos para cooperar y ser solidarios unos con los otros, ese
día estaremos educando para la paz”. Leo también las palabras de
Fernando Rendón, que escribe desde el corazón del Festival Internacional de
Poesía que dirige en Medellín. El poeta,
sabiendo que la paz es una invención metafórica individual, vaticina:
“Vendrá la paz y tendrá tu mirada”. Yo me pregunto: ¿Cuál mirada; la de ella, la de mi espejo? Ambas, las tres, me
dice una cuarta voz interior. Los
espejos son para no verse, decía la teatrera Dina Moscovich.
Avanza la oscuridad mientras trato de ordenar mi bitácora-dibujo del
primer día de la paz. Mi mirada va hacia
los cerros occidentales, y se extiende más allá de los nevados hacia la montaña
negra familiar; se desplaza sobre sobre
los pueblos, sobre la selva oscura, sobre las venas de los ríos, sobre la
indefensa fauna y la rica flora del país. Y entonces me recorre el cuerpo una inquietud que se me acomoda
dolorosamente en el ombligo. “Lo que se firmó hoy es hermoso y
conmovedor hasta el tuétano pero ni Santos es Mandela ni las FARC son Robín
Hood, y hay otros buitres que acechan para llevarse nuestros ríos, nuestra
risa y hasta nuestra memoria” me dice Mónica
Valdés. Mario Pinzón Espinel, se levanta
el sombrero y se alegra de que termine
la guerra entre el Estado y las FARC e invoca lo mismo para el ELN y los paramilitares. Pide “Que cese la guerra
del Estado contra las plantas sagradas, alimenticias y medicinales, como
la coca, la amapola y la marihuana, guerra causante del narcotráfico.” Es indignante,
que mientras los Estados Unidos nos
envían bombas, balas y veneno para
erradicarlas, ellos las cultivan, las venden
y las consumen para recreación y como medicina. Pinzón Espinel, pone un
colofón a su petición, abogando por “la pronta terminación del dominio del
egoísmo sobre el altruismo” una reflexión bioética y biotópica urgente, ahora
que la paz abre el territorio, desde
costas hasta la selva, a un desarrollo
que expone los recursos naturales del país
a la voracidad propia y de las
multinacionales. Esto pone en estado de alerta a quienes abogamos por la
supervivencia de todos los seres vivos en la conservación del equilibro de los
ecosistemas, del que deriva un equilibrio social, condición necesaria para la
paz.
Sale una luna menguando, que hacía 70 años no
coincidía con el solsticio de verano e ilumina los círculos de danza en los bosques y entre
las piedras sagradas. Continúan los
ritos y se abren los oráculos. Cambio mi
té verde por una pócima de lotos,
enciendo una vela y una varilla de incienso de sándalo, inhalo profundo y froto entre mis manos las tres gastadas monedas
chinas de bronce. Las aprecio mucho pues
las conseguí hace 34 años en una excavación en la Gran Muralla. Concentro mi
pregunta sobre el proceso de paz y su mutación. Arrojo seis veces las monedas y dibujo las doce
líneas enteras y rotas de dos hexagramas, que señalan desde el bakua: el cielo, el lago y la tierra.
Abro el I Ching de Wilhelm y me asombra sobremanera la respuesta que marca
progreso y éxito: el primer hexagrama es
Lu, el porte, la pisada, el
camino, que muta hacia Lin, El acercamiento. Pero, lo más
interesante de esta respuesta es observar
que a Lu le sigue el hexagrama
Tai, la paz, que indica “el
movimiento en que los contarios se
comunican y se unen en íntima armonía. De ello emana la paz y bendición para
todos los seres. Se trata de una época de concordia social en la que la
condescendencia y los sentimientos amistosos
entre contarios dan término a la contienda.” No puede haberse
configurado una trinidad más venturosa entre el ahora y su mutación. Lu marca el encuentro directo entre lo
fuerte y lo débil: “Una situación difícil, riesgosa, pero existe la fuerza necesaria para llevarla a
cabo.” Aunque lo débil se permita el
riesgo fatal de “pisar la cola al tigre” este es cauto y no se irrita.
Perseverancia con conciencia del peligro es la clave de la pisada. “Si uno se
ve forzado a adoptar un porte resuelto, a pisar
con decisión, únicamente la conciencia del peligro hace posible el
éxito.” Este hexagrama muta hacia Lin,
El acercamiento que significa la condescendencia de un superior para con el
pueblo. El acercamiento promete éxito si hay perseverancia. Ojo arizco, “al llegar al
octavo mes habrá desventura.” Pero, si uno se enfrenta con el mal antes de que este
se manifieste puede llegar a dominarlo. “Así el noble es inagotable en su
intención de enseñar. Tan insondable como parece la profundidad del lago es de
inagotable la solicitud del sabio para instruir a los hombres.”
La vela, el incienso y el
té se agotan. Han pasado dos horas
y cuarto después de medianoche. Me obligo a acostarme pues soy vampiro diurno y
acostumbro cancelar el día mucho antes
de la hora de la Cenicienta. Cierro la máquina,
corto el wifi y paso la aldaba. En ese
momento veo sobre la mesa la tarjeta azul que me envió María Elvira Ardila
desde el MAMBO; olvidé por completo su invitación para recibir esta noche el
libro que publicaron con las obras de los artistas de la colección. El día ha
sido muy intenso; ya pasaré con calma a
recogerlo. Caigo como una piedra y ruedo en sueños. Camino sobre una especie de
paño lency verde claro, una superficie liza como una mesa de billar. Veo venir
hacia mí un coche de madera, un juguete de niño que choca con mi pie izquierdo
y me hace dar una vuelta de veleta sobre mi pie derecho. Antes de que pueda
pensar de que se trata, escucho la voz
de la mujer que trabaja como alarma dentro de mi celular flecha: “Es hora de levantarse, son
las cinco en punto, es hora de levantarse”…Voy como un zombi al baño y regreso rezombi
a la cama. “Es hora de levantarse”, repite insistentemente la mujer, “son las
cinco y veinte.” Ciego, confundido, sostengo un banano en la mano derecha mientras
escucho el canto insistente de las mirlas que me sacan de la oscuridad. Abro
los ojos y veo pasar a través de la cortina de la ventana una luz blanca esmerilada,
pálida como el papel de seda de las cometas. El banano desaparece cuando me
echo agua en la cara, la coronilla y la nuca. Me pongo la sudadera, bajo al trote
las escaleras, monto en la bicicleta y
salgo rumbo al bosque de urapanes del campus. Allí, desde hace 31 años
repinto con mis pasos un círculo que dibujé con mi pisada sobre la grama para encerrar mi práctica lenta de taichí, un
arte marcial interno, una meditación que
prepara el cuerpo y el espíritu para la batalla contra sí mismo. “La paz
empieza por mí.”
"Sólo le pido a Dios”
Sólo le pido a Dios
que el dolor no me sea indiferente,
que la reseca
muerte no me encuentre
vacío y solo sin haber hecho lo suficiente.
vacío y solo sin haber hecho lo suficiente.
Sólo le pido a Dios
que lo injusto no me sea indiferente,
que no me abofeteen la otra mejilla
después que una garra me arañó esta suerte.
que lo injusto no me sea indiferente,
que no me abofeteen la otra mejilla
después que una garra me arañó esta suerte.
Sólo le pido a Dios
que la guerra no me sea indiferente,
es un monstruo grande y pisa fuerte
toda la pobre inocencia de la gente.
que la guerra no me sea indiferente,
es un monstruo grande y pisa fuerte
toda la pobre inocencia de la gente.
Sólo le pido a Dios
que el engaño no me sea indiferente
si un traidor puede más que unos cuantos,
que esos cuantos no lo olviden fácilmente.
que el engaño no me sea indiferente
si un traidor puede más que unos cuantos,
que esos cuantos no lo olviden fácilmente.
Sólo le pido a Dios
que el futuro no me sea indiferente.
que el futuro no me sea indiferente.
Canción
de Mercedes Sosa.
Fin
Dioscórides
Profesor Titular.
Universidad Nacional de Colombia.
Junio 23 de 2016. Bogotá.
Muro de las memorias
Proyecto 130 años Escuela de
Artes Plásticas.
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