Vistazo Crítico 139: ATLAS de Mario Vélez.



ATLAS / MARIO VELEZ

Una muestra titanesca se toma la sala de exposiciones del Archivo de Bogotá, generando una coherencia entre la forma y el contenido, asunto poco evidente cuando se trata de abordar un asunto tan complejo como el de la pintura. Orientada desde la producción plástica de los últimos dos años, esta exposición es la transposición del taller del artista donde la pintura de gran formato, las piezas escultóricas (vitrinas y objetos), dibujo y video, así como un ambiente sonoro que se distribuye en el espacio, conforman el todo de ATLAS.

Esta es una reflexión sobre el territorio y el universo, donde otra cartografía imaginaria se despliega entre nuevos planos desplazando las fronteras reales. Piedras, rocas y sus simulaciones, territorios, huevos que parecen planetas, el sonido casi musical que producen las piedras al frotarse entre sí, todos ellos parecen desprenderse de sus cuadros creando un diálogo perfecto y configurando lo que es el movimiento contemporáneo de la pintura instalada, donde podemos situar algunos artistas importantes como Karen Aune y Oscar Murillo quienes problematizan lo pictórico integrando el espacio. Hoy la pintura vuelve a ser protagonista pero poniendo de lado esa sentencia que la había enterrado antes de morir.   

 

En ATLAS, el cuerpo es soporte y columna, tal como lo era en la mitología griega, de donde se desprende esta aventura plástica. Ese personaje mítico, condenado a sostener el universo entero por haberse atrevido a generar una revuelta que destronaría a los dioses del Olimpo, es el pre-texto a partir del cual el artista articula su reflexión plástica sobre la relación, frágil en ocasiones, entre lo humano y el cosmos. Aquí lo poético resuena, incluso desde los títulos mismos que propone el artista: Cromatóforos, vitrinas que contiene algunas rocas; Geografías corporales, que aluden a ese territorio anatómico en el cual se instala una nueva topografía; Extensión de paralelos, que hace de la geometría una extension del universo; aguas profundas, para sumergirse en un océano de ensoñación; Gea, que nos sitúa frente a esa madre tierra, esposa de Zeus; Gravedad, que nos recuerda esa fuerza de atracción que ata nuestros cuerpos con los cuerpos celestes; Rotación, que traza esa línea invisible de los cuerpos flotantes atados a otros grandes cuerpos; Navegantes, recordando a personajes que han surcado el espacio en el tiempo; Encuentro, de cuerpos que aunque opuestos pueden atraerse; Contacto, mediante el cual la numerología es eje de creación; Conciencia dimensional, mediante la cual la conciencia puede relativisarse y  Ser observado, donde la existencia está mediada por la mirada.

 

Al ingresar a la sala tenemos la sensación de entrar en la pintura del artista: las formas, que emergen con sutileza del espacio como una epifanía, se imponen en todo el espacio de la sala de una manera magistral: “en la oscuridad siempre surge lo íntimo”, insiste el artista, invitándonos a adentrarnos en el universo íntimo de su obra como si fuera un proceso místico. Los ovoides parecen desprenderse de la pintura para comenzar a habitar el espacio. De hecho, es el espacio mismo que se ha configurado como una pintura: “Me interesa que quien llegue a la sala, entre al espacio como si entrara a una de mis pinturas”, nos recuerda Mario. En efecto, eso es lo que sucede, el espectador deja de ser un simple espectador, para devenir un activador de la obra. Aquí radica la esencia de la pintura instalada, tal y como sucedía en el Renacimiento, donde las obras tomaban fuerza y contundencia con el espacio arquitectónico. La pasividad del espectador se ve sustituída por la energía transformadora del activador, nueva condición estética que nos dejó la instalación. La pintura no está solament colgada en la pared: es la pared misma, el suelo, el techo, todo el espacio, por lo tanto ya no podemos recorrerla con la mirada sino  con todo el cuerpo.

 

Una gran cuadrícula de líneas blancas, enmarca el espacio gris generando un equilibrio poco usual que curiosamente se rompe con los ovoides y con unos “huesos” de metal dorado y cemento que condensan lo humano como un vestigio dentro del cosmos. Aquí lo humano dialoga con el universo insistiendo en el cuerpo como vestigio. Esa misma cuadricula que da consistencia a sus cuadros, lo que hace inevitable el sentirse metido en esas obras y aquí todo se cocreta según el interés del artista.

 

Y como para insistir aún más en el misterio, aparece una pieza que se titula Eva: aquí no hay manzana, pues ya se la han comido, tampoco hay árbol pues este se ha transformado en una hermosa mesa negra que soporta otro gran ovoide y otras “rocas” tan negras como la mesa y mucho menos hay serpiente, pues ella se ha ido al mismísimo infierno que es este mundo. Eva ha sido expulsada del Paraíso y la mortalidad ahora está a sus pies. Quizá esta es una de las piezas más hermosas de la muestra pues nos recuerda ese juego sútil que ya en postcolombinos Velez había logrado, en el cual un mono-patín en cemento sostiene algunas piedras de río.



Finalmente toda la sala es habitada por una melodía, que se desprende de las piedras de río al rozarse entre sí. Una mano, la del artista, que las empuja delicadamente las ayuda a avanzar: en Canto rodado (video e instalación sonora) todo se condensa y ATLAS logra su comentido: mantener sobre sus hombros el universo entero. Con este solo show Mario Velez demuestra una vez más que es un artista integral que domina una técnica tan difícil como la pictórica, pero problematizándola con las exigencias de la contemporaneidad, asegurando lo que hemos venido defendiendo: que lo contemporáneo no se define por una técnica en particular, sino por su manera de asumir el presente desde aquí y ahora.

Ricardo Arcos-Palma
Bogotá 13 de abril del 2016.

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Curador.

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