“Toño, retoño, mató a su mujer, con un
cuchillito más grande que él,
sacó las tripitas las puso a vender, con esa
platica compró otra mujer”.
Canción de cuna
El
diablo de Tarot
Dioscórides
Cuando Tamara
Zukierbraum, de Galería Mundo, me invitó a que dibujara mi versión de una carta
del tarot de Marsella para el proyecto Tarot
de artistas-Jugadas del destino pensé que podría elegirla a mi gusto, pero
no fue así. La jugada estaba en marcha. Los demás artistas participantes se
habían reunido para cruzar destinos, escogieron sus preferidas y partieron
dejando abandonado al pobre Diablo en un rincón de la galería en las Torres del
parque. Contra toda recomendación, yo me lo apropié encantado, pues, aparte de
su energético significado adivinatorio, el diablo me traía buenos recuerdos de
la infancia y de un laberinto oracular.
Una noche de luna
llena, mi madre me contó la historia de Hortensia La malhablada, una niña
crespa y bonita pero grosera y desobediente que vivía en las tierras cafeteras
de Salento. Sucedió que un viernes santo ella se negó a hacer un mandado y roja
de la ira insultó y escupió a su santa madre. Huyendo del rejo de castigo
corrió hacia el cafetal pero cuando atravesaba la mitad del patio la tierra se
abrió y el diablo se la tragó hasta las teticas. De la tierra salió vapor de
azufre, ruidos de trinchetes y cadenas, y los chillidos infernales de todos los
diablos. De nada valieron los exorcismos del cura ni su agua bendita; al
contrario, después de un avemaría cantado en coro el diablo se emberracó y se
la tragó hasta el cuello. Su padre, para quien Hortensia era la niña de sus
ojos, se tomó un aguardiente doble, sacó el machete y espantó al cura y a los
mirones a planazos, se santiguó y de un solo golpe le cortó la cabeza a
Hortensia para que el diablo no pudiera llevársela toda; el hombre pensó que el
sacrificio y el dolor del degollamiento salvaría al menos su alma. Hoy día, y
de esto puedo dar fe, la cabecita de Hortensia deambula por las ferias de pueblo
metida en una pequeña cajita de madera con forro de satín adornada de claveles
de plástico, cumpliendo la misión de adivinar, a viva voz, la buena y la mala
suerte a las almas caritativas que la ayuden con una monedita para comprar las
galletas de soda que es lo único que come. Su pálida testa es un ejemplo de
como midiosito castiga la desobediencia para con los padres, pero también es una
prueba de sus milagrosos designios.
Para esa época, el
diablo aparecía en remolinos de viento y se llevaba por los aires a las mujeres
malas. A los borrachitos se les atravesaba en el camino en forma de furioso
perro negro con la geta llena de tizones encendidos y los hacía cagar del susto
y caer desmayados. Dicen que le gustaba llegar muy cachaco y varonil a las orgías
pero cuando le descubrían el rabo abrazaba a los que podía y se alzaba con
ellos derechito a los infiernos. El rey del despecho, con palabras ajenas, le
cantaba al diablo así : “Quisiera ser el diablo salir de los infiernos con
cachos y con cola el mundo a recorrer; llevar en mi carrera mujeres mal casadas
y viejas habladoras a los infiernos a arder. ¡Si no te arrepientes vieja, te
juro que te pesa, te cojo de las mechas y te arranco la cabeza!”. Parece que el
diablo se ensañaba con las mujeres porque necesitaba aumentar el personal
femenino en los infiernos; mañas que le enseñó la inquisición. Pero nunca se
llevó a los Toños, que aprendieron a hacer maldades a las mujeres animados por
esta canción de cuna: “Toño, retoño, mató a su mujer, con un cuchillito más
grande que él, sacó las tripitas las puso a vender, con es platica compró otra
mujer”. Y no alcanzó a escuchar al niño de la calle que cantaba esta canción en
el atrio de la iglesia del 20 de Julio: “los pastores de Belén vienen a atracar
al niño, la virgen y San José lo defienden a cuchillo”.
Desde muy niño, el
diablo perdió poder en mi imaginación cuando me di cuenta que mi padre lo
cargaba siempre en el bolsillo del pantalón. Su rostro rojo y sonriente estaba
en la caja de fósforos El Diablo, que acompañaba siempre la cajetilla de
cigarrillos Pielroja. A mi padre no se lo llevó el diablo, lo flechó la
nicotina y se fue derechito al cielo de los católicos.
Cuando apenas tenía
la edad de la razón, conocí a dos vecinos que habían hecho pacto con el diablo:
Arturito Cascabel, quien contaba que tuvo que degollar un gato negro en el
cementerio, beber su sangre y darle un beso en el rabo al macho cabrío para
sellar contrato; el malicioso viejo prometía encomendarme a su patrón para que
me salieran rápido los pelos en las guevas y tuviera suerte con las mujeres a
cambio de algo de mercado. Y la bruja Margarita, que tenía figura de hechicera
de cuentos infantiles y se ganaba la vida leyendo el naipe y el tabaco a
vecinas y señoras de dedo parado; en su altar de santos mamarrachudos, muñecos
con alfileres y manos poderosas, le encendía velas de cebo al diablo para que
hiciera caer a los hombres entre las piernas de sus clientas. Yo, aún sin pelos
abajo, andaba detrás de la hija de Margarita deseando cometer el pecado mortal,
y me protegía del diablo con una medallita de lata. Pero solo vine a caer en
ese delicioso pecado muchos años después cuando perdí la medalla.
En la pared de la
tienda de doña Jacinta había una lámina de graficas Molinari que ilustraba el
camino del bien y del mal. Si no recuerdo mal, el camino del bien era destapado
y con guijarros, rodeado de pobreza, sacrificios, buenas acciones, vida
contemplativa y decorosa, y conducía al caminante a un cielo de nubes blanditas
donde era recibido por ángeles y arcángeles. El camino del mal era adoquinado,
lujoso, animado con parrandas y lujurias, robo, traiciones y asesinatos, y
llegaba derechito al infierno donde una legión de diablos atravesaba los
cuerpos de los pecadores con tridentes y los fritaban a fuego alto en grandes
pailas. Doña Jacinta advertía que tarde que temprano a todos nos llegaba la
hora de arrepentirnos y coger por el buen camino.
Hasta mediados del
siglo pasado el diablo andaba suelto. Después la iglesia lo amarró de una pata,
hasta que llegó un Papa que le canceló el contrato de tentar y borró para
siempre el negocio caliente del infierno. Solo quedó su imagen cachuda usada en
películas de exorcismos, canciones de metal, tatuajes y artesanías para
jóvenes, en el escudo de un equipo de futbol, en el tarro del diablo rojo para
destapar cañerías, y como símbolo de las fiestas de Riosucio, un carnaval de
arrecheras donde todos rumbean, liban y hacen el amor alrededor de un inmenso
diablo escarlata de papel maché.
Bueno, y sigue
presente en la casa de mi paisano, el poeta Pereirano Héctor Escobar apodado
“El diablo”, llamado por la logia el “Papa Negro”, quien renegó de Dios y
maldijo al descuidado ángel de la guarda que permitió que le cayera un baldado
de agua sucia sobre su vestido blanco el día de su primera comunión. Desde
entonces juró ponerse al servicio del ángel caído y administra con imaginación
y creatividad el templo satánico. “El diablo”, un esteta esotérico que tira las
cartas adivinatorias a políticos, negociantes, reinas de belleza y secretarias,
tiene allí un altar que preside la cabeza barbuda de un macho cabrío disecado,
que mira a todos con ceño fruncido y brillantes ojos negros de vidrio. Debajo
de la mesa, donde reposan la biblia satánica, el cáliz y la espada de cobre,
encerrada en un baúl, junto a un viejo ejemplar del Grimorium Honorii Magni,
guarda la mayor colección de imágenes en bulto de Satán. Y también una pequeña
caja donde tiene “el esqueleto del diablo” los huesos de la cabeza de una serpiente,
15 piezas que al ser ordenadas forman la figura exacta de un Bafometo. Allí
mismo oculta una estatuilla tántrica tibetana de bronce, robada por uno de sus
devotos de un monasterio en la India, que tiene enrollada en su interior una
xilografía con el Sutra de los tres orificios, texto de magia sexual de los
monjes budistas, mismo secreto que guardan también entre las piernas los
diablos de todos alquimistas.
Cuando llegué a
estudiar bellas artes a la Universidad Nacional conocí los diablos de esos alquimistas,
y entre rosacruces, gnósticos, krisnas y caminantes del Cuarto camino, descubrí
imaginerías medievales y misterios orientales, aprendí magias del cuerpo,
barajé tarots, y jugué con runas, calendarios y diversos oráculos; todas cosas
del demonio, como decía mi tía mientras pasaba con el pulgar las cuentas de la
camándula. Durante las mil y una noches que viví en China, y cuando subí al
Tíbet, conocí el tantra a que se refería el poeta, y aprendí los ejercicios
básicos de movimiento y respiración para moverme en los cuatro lados del
círculo del yin-yang, y convertir el agua de los dragones en el fuego de la
alquimia taoísta.
Montado en la
serpiente que se muerde la cola regresé a Colombia para incitar a mis
estudiantes de dibujo a abrir las puertas de la intuición, la imaginación y la
creatividad, y para que iniciaran su viaje simbólico. Así, cada semestre, entre
figuras de yeso y modelos desnudas, dibujábamos un tarot personal, tirábamos al
aire las monedas del I Ching y al piso los cauris. Algunos todavía siguen el
camino marcado por las cartas y los hexagramas. En esta exposición
estará uno de ellos, Eva María Celín con su carta de Los enamorados,
quien adivina imágenes en su álbum familiar y las pinta con hermosos
colores de nostalgia. En otro lado camina Daniel Molina Sierra, quien con
el espíritu del Loco se fue para Finlandia empujando una inmensa bola de
tela y ahora expone en Helsinki su propio tarot bajo Nubes de arroz. Y
Adriana Rojas que hace pocos días, imitando su Colgado del tarot en una
performance de la maestría, se colgó del zarzo con un arnés
para hacer cabeza abajo una receta de huevos fritos arrojándolos desde la
altura a una paila con aceite hirviente.
Un día del mes de
los cucarrones, Enrique Vargas, director del Taller de investigación de la
Imagen Dramática de la Universidad Nacional, quien junto a un grupo de
alucinados se inventó el laberinto oscuro del Hilo de Adriana en los sótanos
del Auditorio León de Greiff, me propuso hacer una versión del tarot de
Marsella para una nueva obra que se llamaría Oráculo. Entonces diseñé los
arcanos mayores, el vestuario, y la escenografía para las 22 cámaras del
lóbrego laberinto, un recorrido performático donde las cartas se convertían en
escenarios surrealistas adivinatorios. Allí habité dos cámaras; en una era el
viejo Eremita que cuidaba el fuego oracular, en la otra el ángel de La
templanza con unas alas de pelo cubiertas de harina de trigo. El diablo era una
mujer-hombre que engañaba con vino, perfumes y caricias a los visitantes y les
estampaba híbridos besos rojos. Esa mujer, desapareció extrañamente del
laberinto dejando un corazón tallado con navaja sobre la mesa y tres gotas de
sangre.
Con este Oráculo,
que se inauguró con éxito en el Festival Iberoamericano de teatro de Bogotá,
nos fuimos de gira por Italia y Eslovenia. En un castillo de Archidosso, en un
viejo monasterio de Módena, y en el frio sótano de una abandonada fábrica de
luz de Eslovenia, un centenar de soñadores trabajamos durante meses en este
“tarot viviente” hasta que los misterios de la oscuridad y las energías
desatadas entre el público y los habitantes dentro del laberinto -que abríamos
desde temprano y cerrábamos a media noche- nos acosaron el cuerpo y el
espíritu. De nada valió el taichí, los riegos de yerbas y sahumerios, ni los
soplos de limpieza que hacíamos cada día para aliviar las mentes y espantar las
apariciones. Finalmente, durante una presentación, el diablo le metió fuego al
laberinto y la gira terminó, a pesar de la demanda del público y la doble
oferta salarial de los productores. Enrique Vargas nunca regresó a Colombia
porque fue condenado a construir un nuevo laberinto de Módena y a inventarse
otros en Madrid y Barcelona, donde ahora mismo habita y da vueltas a la Rueda
de la fortuna con sus muchachos del Teatro de los sentidos.
Cuando llegó el
momento propicio para hacer esta carta, desempolvé los bocetos del Oráculo,
pero también escogí imágenes de Diablos de varios tarots, incluido el de un
tarot gitano y el de James Bond, para que me acompañaran. Armé sobre la mesa
una pequeña escenografía kitsch, con un duende y un Merlín de pasta, dos
dragones de piedra de sello chinos, unas tijeras de hierro, un compás de acero,
y un cuenco tibetano de bronce sobre el que encendí una esperma. Mientras trazaba
a lápiz los bocetos quemé varias velas para animar al diablo de la imaginación
a colaborar con la carta. Agregué al dibujo las serpientes como símbolo de
energía sexual, y las llamaradas porque un diablo sin candela no se amaña; pero
también en recuerdo de las llamas del purgatorio donde arden las ánimas
benditas que había en mi casa.
Gracias al grafito
del lápiz, el diablo apareció como un hermafrodita de piernas manchadas.
Entonces lo dibujé con tinta china e hice unas copias. Un domingo en la noche,
empecé a meterle colores vivos desde la cabeza a los pies. Pero estaba tan
concentrado pintándole de rojo las uñas a sus patas azules que no me di cuenta
del momento en que el fuego de la vela incineró el dibujo hasta los hombros.
Silenciosamente, sin llama ni humo, la cabeza del Diablo se convirtió en
ceniza; sólo quedó un fragmento de cuernos chamuscados. No resultaba extraño
pues era 11 de septiembre y durante todo el día la radio y la televisión le
habían metido candela diez mil veces a las Torres gemelas para celebrar el
décimo aniversario de la quemazón. Asombrado, tomé una foto, reuní con cuidado
las cenizas y las guardé en una caja de fósforos. Preguntándome qué querría
decirme el Diablo con esta auto combustión, metí el dibujo acéfalo en una carpeta
y volví a empezar. La respuesta que sonó en mi cabeza era la propaganda de otra
caja de cerillas, “Fósforos el El Rey, nunca pierden la cabeza”.
Al día siguiente,
mientras dibujaba, el gallo de pelea favorito de un vecino, saltó a mi predio y
con la espuela le arrancó la cabeza al gallo manso de la casa y dejó viudas a
las gallinas saraviadas. En la solitaria riña, resultaron los dos gallos
degollados y se desató una ira de mil demonios. Ante esta tragedia de pescuezos
recordé la advertencia de los fósforos sobre no perder la cabeza. Así lo hice y
seguí dibujando, pero desde el otro lado me cayó sobre la espalda un reguero de
plumas y la amenaza de puñales del gallero. Después apareció una mancha roja
contra el muro. Cosa de brujas, dijo el hombre que ordena las vacas en otro
potrero. Y recordé el dibujo de una bruja que presté para la carátula de una
edición de Los cortejos del diablo de German Espinosa.
La bruja Rosa siete
sellos, quien anda con una gallina bajo el brazo y adivina el destino en huevos
de doble yema, dice que no hay nada que temer pues “el diablo lo llevamos todos
dentro, y hay que tentarlo para que nos entregue su energía luminosa y usarla
de forma creativa”. Una semana después, El Diablo tenía el cuerpo azul
turquesa, crespos amarillos, una sonrisa reticente y un sexo responsable;
entonces lo metí en una pequeña caja de balso y vidrio, lo llevé bajo el brazo
a la Galería, y me fui volando al mar de los wayú.
Cuando llegué a
Riohacha encontré un mensaje de Tamara que me pedía con urgencia un texto sobre
el Diablo para el catálogo. En ese momento la temperatura era ideal para pensar
en Buziraco pero debía partir de inmediato en una performance curativa al Cabo
de la Vela, una tierra árida que el sol enciende a temperatura de infierno y hace
que las piedras suden sal y eructen lagartijas azules. Ese mismo día fui hasta
Manaure y puse sobre mi cabeza una torta de terrones de sal, atravesé el
salitroso erial sembrado de espinos, que apenas dan sombra a las arañas y a las
cabras, y llegué hasta el cerro del Pilón de Azúcar. Con el cerebro hecho una
sopa de pescado vislumbré con asombro un horizonte reverberante que producía un
espejo blandito de apariciones: mujeres desnudas con la cara y las manos
pintadas de negro corrían en círculo sobre el salar enrojecido, un enjambre de
libélulas convirtiéndose en esqueléticas palomas de Escher sobre el cielo de
piedra turquesa, y un barco de velas rotas despedazándose contra los
acantilados de la montaña de azúcar.
Tamara no tendría
en días mi respuesta porque en esa ranchería donde pasaba las noches no había
forma de invocar a Google, el demonio que todo lo sabe. Además, bañado de
estrellas y media luna, intenté escribir sobre papeles humedecidos por el sudor
pero mi lengua estaba momificada y mi mano sólo servía para espantar zancudos y
rascarme. Tenía el cuerpo como pescado seco y la boca llena de sal.
Dioscórides.
Guajira- Cabo de la
vela- Colombia- octubre 4 de 2011.
Dioscórides Pérez-
Profesor Titular-
Escuela de Artes
Plásticas -
Universidad Nacional
de Colombia- Bogotá.
"Considerar los demonios como demonios, he aquí el peligro.
Saberlos vanos, he aquí el camino.
Considerarlos "tal como son", he aquí la liberación.
Conocerlos como padre y madre, he aquí su fin.
Admitirlos como creaciones del espíritu
los transforma en ornamento.
Conocidos estos usos, el Todo es liberado."
Saberlos vanos, he aquí el camino.
Considerarlos "tal como son", he aquí la liberación.
Conocerlos como padre y madre, he aquí su fin.
Admitirlos como creaciones del espíritu
los transforma en ornamento.
Conocidos estos usos, el Todo es liberado."
Milarepa
Fin
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