Vistazo Crítico Transversal 33: Dioscórides: El diablo de Tarot



“Toño, retoño, mató a su mujer, con un cuchillito más grande que él,
sacó las tripitas las puso a vender, con esa platica compró otra mujer”.
Canción de cuna

El diablo de Tarot

Dioscórides

Cuando Tamara Zukierbraum, de Galería Mundo, me invitó a que dibujara mi versión de una carta del tarot de Marsella para el proyecto Tarot de artistas-Jugadas del destino pensé que podría elegirla a mi gusto, pero no fue así. La jugada estaba en marcha. Los demás artistas participantes se habían reunido para cruzar destinos, escogieron sus preferidas y partieron dejando abandonado al pobre Diablo en un rincón de la galería en las Torres del parque. Contra toda recomendación, yo me lo apropié encantado, pues, aparte de su energético significado adivinatorio, el diablo me traía buenos recuerdos de la infancia y de un laberinto oracular.


Una noche de luna llena, mi madre me contó la historia de Hortensia La malhablada, una niña crespa y bonita pero grosera y desobediente que vivía en las tierras cafeteras de Salento. Sucedió que un viernes santo ella se negó a hacer un mandado y roja de la ira insultó y escupió a su santa madre. Huyendo del rejo de castigo corrió hacia el cafetal pero cuando atravesaba la mitad del patio la tierra se abrió y el diablo se la tragó hasta las teticas. De la tierra salió vapor de azufre, ruidos de trinchetes y cadenas, y los chillidos infernales de todos los diablos. De nada valieron los exorcismos del cura ni su agua bendita; al contrario, después de un avemaría cantado en coro el diablo se emberracó y se la tragó hasta el cuello. Su padre, para quien Hortensia era la niña de sus ojos, se tomó un aguardiente doble, sacó el machete y espantó al cura y a los mirones a planazos, se santiguó y de un solo golpe le cortó la cabeza a Hortensia para que el diablo no pudiera llevársela toda; el hombre pensó que el sacrificio y el dolor del degollamiento salvaría al menos su alma. Hoy día, y de esto puedo dar fe, la cabecita de Hortensia deambula por las ferias de pueblo metida en una pequeña cajita de madera con forro de satín adornada de claveles de plástico, cumpliendo la misión de adivinar, a viva voz, la buena y la mala suerte a las almas caritativas que la ayuden con una monedita para comprar las galletas de soda que es lo único que come. Su pálida testa es un ejemplo de como midiosito castiga la desobediencia para con los padres, pero también es una prueba de sus milagrosos designios.

Para esa época, el diablo aparecía en remolinos de viento y se llevaba por los aires a las mujeres malas. A los borrachitos se les atravesaba en el camino en forma de furioso perro negro con la geta llena de tizones encendidos y los hacía cagar del susto y caer desmayados. Dicen que le gustaba llegar muy cachaco y varonil a las orgías pero cuando le descubrían el rabo abrazaba a los que podía y se alzaba con ellos derechito a los infiernos. El rey del despecho, con palabras ajenas, le cantaba al diablo así : “Quisiera ser el diablo salir de los infiernos con cachos y con cola el mundo a recorrer; llevar en mi carrera mujeres mal casadas y viejas habladoras a los infiernos a arder. ¡Si no te arrepientes vieja, te juro que te pesa, te cojo de las mechas y te arranco la cabeza!”. Parece que el diablo se ensañaba con las mujeres porque necesitaba aumentar el personal femenino en los infiernos; mañas que le enseñó la inquisición. Pero nunca se llevó a los Toños, que aprendieron a hacer maldades a las mujeres animados por esta canción de cuna: “Toño, retoño, mató a su mujer, con un cuchillito más grande que él, sacó las tripitas las puso a vender, con es platica compró otra mujer”. Y no alcanzó a escuchar al niño de la calle que cantaba esta canción en el atrio de la iglesia del 20 de Julio: “los pastores de Belén vienen a atracar al niño, la virgen y San José lo defienden a cuchillo”.

Desde muy niño, el diablo perdió poder en mi imaginación cuando me di cuenta que mi padre lo cargaba siempre en el bolsillo del pantalón. Su rostro rojo y sonriente estaba en la caja de fósforos El Diablo, que acompañaba siempre la cajetilla de cigarrillos Pielroja. A mi padre no se lo llevó el diablo, lo flechó la nicotina y se fue derechito al cielo de los católicos.


Cuando apenas tenía la edad de la razón, conocí a dos vecinos que habían hecho pacto con el diablo: Arturito Cascabel, quien contaba que tuvo que degollar un gato negro en el cementerio, beber su sangre y darle un beso en el rabo al macho cabrío para sellar contrato; el malicioso viejo prometía encomendarme a su patrón para que me salieran rápido los pelos en las guevas y tuviera suerte con las mujeres a cambio de algo de mercado. Y la bruja Margarita, que tenía figura de hechicera de cuentos infantiles y se ganaba la vida leyendo el naipe y el tabaco a vecinas y señoras de dedo parado; en su altar de santos mamarrachudos, muñecos con alfileres y manos poderosas, le encendía velas de cebo al diablo para que hiciera caer a los hombres entre las piernas de sus clientas. Yo, aún sin pelos abajo, andaba detrás de la hija de Margarita deseando cometer el pecado mortal, y me protegía del diablo con una medallita de lata. Pero solo vine a caer en ese delicioso pecado muchos años después cuando perdí la medalla.
En la pared de la tienda de doña Jacinta había una lámina de graficas Molinari que ilustraba el camino del bien y del mal. Si no recuerdo mal, el camino del bien era destapado y con guijarros, rodeado de pobreza, sacrificios, buenas acciones, vida contemplativa y decorosa, y conducía al caminante a un cielo de nubes blanditas donde era recibido por ángeles y arcángeles. El camino del mal era adoquinado, lujoso, animado con parrandas y lujurias, robo, traiciones y asesinatos, y llegaba derechito al infierno donde una legión de diablos atravesaba los cuerpos de los pecadores con tridentes y los fritaban a fuego alto en grandes pailas. Doña Jacinta advertía que tarde que temprano a todos nos llegaba la hora de arrepentirnos y coger por el buen camino.

Hasta mediados del siglo pasado el diablo andaba suelto. Después la iglesia lo amarró de una pata, hasta que llegó un Papa que le canceló el contrato de tentar y borró para siempre el negocio caliente del infierno. Solo quedó su imagen cachuda usada en películas de exorcismos, canciones de metal, tatuajes y artesanías para jóvenes, en el escudo de un equipo de futbol, en el tarro del diablo rojo para destapar cañerías, y como símbolo de las fiestas de Riosucio, un carnaval de arrecheras donde todos rumbean, liban y hacen el amor alrededor de un inmenso diablo escarlata de papel maché.

Bueno, y sigue presente en la casa de mi paisano, el poeta Pereirano Héctor Escobar apodado “El diablo”, llamado por la logia el “Papa Negro”, quien renegó de Dios y maldijo al descuidado ángel de la guarda que permitió que le cayera un baldado de agua sucia sobre su vestido blanco el día de su primera comunión. Desde entonces juró ponerse al servicio del ángel caído y administra con imaginación y creatividad el templo satánico. “El diablo”, un esteta esotérico que tira las cartas adivinatorias a políticos, negociantes, reinas de belleza y secretarias, tiene allí un altar que preside la cabeza barbuda de un macho cabrío disecado, que mira a todos con ceño fruncido y brillantes ojos negros de vidrio. Debajo de la mesa, donde reposan la biblia satánica, el cáliz y la espada de cobre, encerrada en un baúl, junto a un viejo ejemplar del Grimorium Honorii Magni, guarda la mayor colección de imágenes en bulto de Satán. Y también una pequeña caja donde tiene “el esqueleto del diablo” los huesos de la cabeza de una serpiente, 15 piezas que al ser ordenadas forman la figura exacta de un Bafometo. Allí mismo oculta una estatuilla tántrica tibetana de bronce, robada por uno de sus devotos de un monasterio en la India, que tiene enrollada en su interior una xilografía con el Sutra de los tres orificios, texto de magia sexual de los monjes budistas, mismo secreto que guardan también entre las piernas los diablos de todos alquimistas.

Cuando llegué a estudiar bellas artes a la Universidad Nacional conocí los diablos de esos alquimistas, y entre rosacruces, gnósticos, krisnas y caminantes del Cuarto camino, descubrí imaginerías medievales y misterios orientales, aprendí magias del cuerpo, barajé tarots, y jugué con runas, calendarios y diversos oráculos; todas cosas del demonio, como decía mi tía mientras pasaba con el pulgar las cuentas de la camándula. Durante las mil y una noches que viví en China, y cuando subí al Tíbet, conocí el tantra a que se refería el poeta, y aprendí los ejercicios básicos de movimiento y respiración para moverme en los cuatro lados del círculo del yin-yang, y convertir el agua de los dragones en el fuego de la alquimia taoísta.

Montado en la serpiente que se muerde la cola regresé a Colombia para incitar a mis estudiantes de dibujo a abrir las puertas de la intuición, la imaginación y la creatividad, y para que iniciaran su viaje simbólico. Así, cada semestre, entre figuras de yeso y modelos desnudas, dibujábamos un tarot personal, tirábamos al aire las monedas del I Ching y al piso los cauris. Algunos todavía siguen el camino marcado por las cartas y los hexagramas. En esta  exposición estará  uno de ellos, Eva María Celín con su carta de Los enamorados,  quien adivina imágenes en su álbum familiar y las pinta con hermosos colores de nostalgia.  En otro lado camina Daniel Molina Sierra, quien con el espíritu del Loco se fue para Finlandia empujando una inmensa  bola de tela y ahora  expone en Helsinki su propio tarot bajo Nubes de arroz. Y Adriana Rojas que hace pocos días,  imitando su Colgado del tarot en una performance de la maestría, se colgó  del zarzo  con un arnés para hacer cabeza abajo una receta de huevos fritos arrojándolos desde la altura a una paila con aceite hirviente.

Un día del mes de los cucarrones, Enrique Vargas, director del Taller de investigación de la Imagen Dramática de la Universidad Nacional, quien junto a un grupo de alucinados se inventó el laberinto oscuro del Hilo de Adriana en los sótanos del Auditorio León de Greiff, me propuso hacer una versión del tarot de Marsella para una nueva obra que se llamaría Oráculo. Entonces diseñé los arcanos mayores, el vestuario, y la escenografía para las 22 cámaras del lóbrego laberinto, un recorrido performático donde las cartas se convertían en escenarios surrealistas adivinatorios. Allí habité dos cámaras; en una era el viejo Eremita que cuidaba el fuego oracular, en la otra el ángel de La templanza con unas alas de pelo cubiertas de harina de trigo. El diablo era una mujer-hombre que engañaba con vino, perfumes y caricias a los visitantes y les estampaba híbridos besos rojos. Esa mujer, desapareció extrañamente del laberinto dejando un corazón tallado con navaja sobre la mesa y tres gotas de sangre.

Con este Oráculo, que se inauguró con éxito en el Festival Iberoamericano de teatro de Bogotá, nos fuimos de gira por Italia y Eslovenia. En un castillo de Archidosso, en un viejo monasterio de Módena, y en el frio sótano de una abandonada fábrica de luz de Eslovenia, un centenar de soñadores trabajamos durante meses en este “tarot viviente” hasta que los misterios de la oscuridad y las energías desatadas entre el público y los habitantes dentro del laberinto -que abríamos desde temprano y cerrábamos a media noche- nos acosaron el cuerpo y el espíritu. De nada valió el taichí, los riegos de yerbas y sahumerios, ni los soplos de limpieza que hacíamos cada día para aliviar las mentes y espantar las apariciones. Finalmente, durante una presentación, el diablo le metió fuego al laberinto y la gira terminó, a pesar de la demanda del público y la doble oferta salarial de los productores. Enrique Vargas nunca regresó a Colombia porque fue condenado a construir un nuevo laberinto de Módena y a inventarse otros en Madrid y Barcelona, donde ahora mismo habita y da vueltas a la Rueda de la fortuna con sus muchachos del Teatro de los sentidos.

Cuando llegó el momento propicio para hacer esta carta, desempolvé los bocetos del Oráculo, pero también escogí imágenes de Diablos de varios tarots, incluido el de un tarot gitano y el de James Bond, para que me acompañaran. Armé sobre la mesa una pequeña escenografía kitsch, con un duende y un Merlín de pasta, dos dragones de piedra de sello chinos, unas tijeras de hierro, un compás de acero, y un cuenco tibetano de bronce sobre el que encendí una esperma. Mientras trazaba a lápiz los bocetos quemé varias velas para animar al diablo de la imaginación a colaborar con la carta. Agregué al dibujo las serpientes como símbolo de energía sexual, y las llamaradas porque un diablo sin candela no se amaña; pero también en recuerdo de las llamas del purgatorio donde arden las ánimas benditas que había en mi casa.

Gracias al grafito del lápiz, el diablo apareció como un hermafrodita de piernas manchadas. Entonces lo dibujé con tinta china e hice unas copias. Un domingo en la noche, empecé a meterle colores vivos desde la cabeza a los pies. Pero estaba tan concentrado pintándole de rojo las uñas a sus patas azules que no me di cuenta del momento en que el fuego de la vela incineró el dibujo hasta los hombros. Silenciosamente, sin llama ni humo, la cabeza del Diablo se convirtió en ceniza; sólo quedó un fragmento de cuernos chamuscados. No resultaba extraño pues era 11 de septiembre y durante todo el día la radio y la televisión le habían metido candela diez mil veces a las Torres gemelas para celebrar el décimo aniversario de la quemazón. Asombrado, tomé una foto, reuní con cuidado las cenizas y las guardé en una caja de fósforos. Preguntándome qué querría decirme el Diablo con esta auto combustión, metí el dibujo acéfalo en una carpeta y volví a empezar. La respuesta que sonó en mi cabeza era la propaganda de otra caja de cerillas, “Fósforos el El Rey, nunca pierden la cabeza”.


Al día siguiente, mientras dibujaba, el gallo de pelea favorito de un vecino, saltó a mi predio y con la espuela le arrancó la cabeza al gallo manso de la casa y dejó viudas a las gallinas saraviadas. En la solitaria riña, resultaron los dos gallos degollados y se desató una ira de mil demonios. Ante esta tragedia de pescuezos recordé la advertencia de los fósforos sobre no perder la cabeza. Así lo hice y seguí dibujando, pero desde el otro lado me cayó sobre la espalda un reguero de plumas y la amenaza de puñales del gallero. Después apareció una mancha roja contra el muro. Cosa de brujas, dijo el hombre que ordena las vacas en otro potrero. Y recordé el dibujo de una bruja que presté para la carátula de una edición de Los cortejos del diablo de German Espinosa.

La bruja Rosa siete sellos, quien anda con una gallina bajo el brazo y adivina el destino en huevos de doble yema, dice que no hay nada que temer pues “el diablo lo llevamos todos dentro, y hay que tentarlo para que nos entregue su energía luminosa y usarla de forma creativa”. Una semana después, El Diablo tenía el cuerpo azul turquesa, crespos amarillos, una sonrisa reticente y un sexo responsable; entonces lo metí en una pequeña caja de balso y vidrio, lo llevé bajo el brazo a la Galería, y me fui volando al mar de los wayú.

Cuando llegué a Riohacha encontré un mensaje de Tamara que me pedía con urgencia un texto sobre el Diablo para el catálogo. En ese momento la temperatura era ideal para pensar en Buziraco pero debía partir de inmediato en una performance curativa al Cabo de la Vela, una tierra árida que el sol enciende a temperatura de infierno y hace que las piedras suden sal y eructen lagartijas azules. Ese mismo día fui hasta Manaure y puse sobre mi cabeza una torta de terrones de sal, atravesé el salitroso erial sembrado de espinos, que apenas dan sombra a las arañas y a las cabras, y llegué hasta el cerro del Pilón de Azúcar. Con el cerebro hecho una sopa de pescado vislumbré con asombro un horizonte reverberante que producía un espejo blandito de apariciones: mujeres desnudas con la cara y las manos pintadas de negro corrían en círculo sobre el salar enrojecido, un enjambre de libélulas convirtiéndose en esqueléticas palomas de Escher sobre el cielo de piedra turquesa, y un barco de velas rotas despedazándose contra los acantilados de la montaña de azúcar.

Tamara no tendría en días mi respuesta porque en esa ranchería donde pasaba las noches no había forma de invocar a Google, el demonio que todo lo sabe. Además, bañado de estrellas y media luna, intenté escribir sobre papeles humedecidos por el sudor pero mi lengua estaba momificada y mi mano sólo servía para espantar zancudos y rascarme. Tenía el cuerpo como pescado seco y la boca llena de sal.

Dioscórides. 
Guajira- Cabo de la vela- Colombia- octubre 4 de 2011.
Dioscórides Pérez-
Profesor Titular-
Escuela de Artes Plásticas -
Universidad Nacional de Colombia- Bogotá.

"Considerar los demonios como demonios, he aquí el peligro.
Saberlos vanos, he aquí el camino.
Considerarlos "tal como son", he aquí la liberación.
Conocerlos como padre y madre, he aquí su fin.
Admitirlos como creaciones del espíritu
los transforma en ornamento.
Conocidos estos usos, el Todo es liberado."
Milarepa
Fin


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